El fin de semana estuve viendo como caía el sol por mi ventana.
El plan que más disfruto es salir a reposar en el césped mientras siento un lenguetazo en mi cara. Ver un par de pájaros pasar cantando y revoloteando con el viento mientras disfruto una infusión frutal acompañado de unas buenas medias de colores, una vieja libreta y un lápiz viajero por mis sinceradas en el papel de líneas.
Después de unos minutos lo descifre. Me gusta ver al cielo e imaginar escenas graciosas entre las nubes, por raro que suene ver figuras geográficas, ositos, creer que todo esto no es más que un sueño ficticio del cual no despierto y así comprobaría la teoría de mi abuela del porque no recuerdo nunca lo que sueño.
Sería de consuelo, pensar que mi papá no me dejó porque no era merecedora de su compañía y mejor pensar que los sueños hacen de las suyas y que no depende de mí sino de lo capcioso que pueden llegar a ser los sueños cuando hay un cerebro creativo detrás de la hazaña.
Estaría bien pensar en comer un helado como una nube, atravesada de un atardecer ardiente y penetrante mientras recuerdo la risa que se esparce por toda la casa con un eco entrañable y contagioso de neta felicidad, acompañada de sabiduría y de historias que nunca me contó, haciendo más grandes las posibilidades de imaginarlas yo misma y si este fuese un gran valor, sería el de enseñarme a reírme de mí cuando le contaba anécdotas tontas de momentos incómodos que siempre estarán guardados en ese archivo de acuerdos que nunca olvidaré.
Siento como mil lenguas tocando mi cara y dedos, abro los ojos y me encuentro con la mayor carcajada, más contagiosa, extraordinaria y mágica de mi vida.
Percibo tu amor guardado en las profundidades del océano esperando una carcajada de esta tu remitente y destinataria consentida.
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